Una vez terminada la campaña electoral, con McCain de vuelta en su casa de Arizona, Sarah en la suya de Alaska y el presidente electo jugando a ser el Presidente Electo, con su estrado de pega y el teleprompter hasta para desearle los buenos días a una ancianita de Boston (MA), llegó el momento de reflexionar sobre todo lo que había sucedido hasta entonces y tratar de sacar algunas conclusiones, no para buscar culpables, sino simple y llanamente para comprender lo que había sucedido realmente.
En nuestro caso, poco nos importa si McCain estuvo más acertado en el primer, segundo o tercer debate; si la economía le jugó una mala pasada o si careció del dinero suficiente para igualar la extraordinaria inversión en publicidad de su rival demócrata. A nosotros nos interesa Sarah y su trayectoria durante los 66 días en que estuvo bajo los focos, secundando a McCain y poniendo verdaderamente a su país ante todo (“country first”, bonito lema).
Es cierto que habíamos pensado en hacer nuestro propio análisis, pero en la edición de la revista Commentary del pasado mes de febrero apareció un artículo firmado por Yuval Levin, un excelente comentarista político, titulado “El significado de Sarah Palin“ (nuestro más sincero agradecimiento a «Sarah Palin en español» por dárnoslo a conocer) y en nuestra opinión, sus razonamientos son tan certeros y sus conclusiones tan impecables que, sencillamente, nos vemos incapaces de añadir algo más por nuestra parte. Lo que sigue es nuestra traducción de dicho artículo al español (el original pueden leerlo aquí). Léanlo pues con calma y reflexionen después; sobre todo, reflexionen (y háganlo con mayor placer recordando que la izquierda desaconseja esa actividad diciendo que es mala para la salud: produce dolor de cabeza).
EL SIGNIFICADO DE SARAH PALIN
Por Yuval Levin
(Commentary, febrero de 2009)
Dos figuras políticas dominaron los últimos meses de la campaña presidencial de 2008. Una era la del candidato demócrata, Barack Obama. La otra era la de una completa desconocida para todos, salvo para 670.000 americanos, hasta justo unos minutos antes de que el candidato republicano John McCain la presentara por primera vez en un mitin en Ohio el viernes antes de la Convención Nacional Republicana, sólo 66 días antes de las elecciones de noviembre.
Al terminar ese primer fin de semana, la gobernadora Sarah Palin de Alaska se había convertido en toda una sensación nacional. Dos días después de eso, pronunció su discurso de presentación en la Convención Nacional Republicana como la candidata vicepresidencial del partido – un deslumbrante discurso enardecedor, según fue reconocido universalmente. La dramática e inesperada apuesta de McCain parecía que había valido la pena realmente.
Pero poco antes del 4 de noviembre, el día de las elecciones, Sarah Palin se había convertido en una de las figuras más controvertidas de la reciente historia americana. Casi no había un término medio entre aquellos que habían llegado a adorarla y aquellos que creían que representaba exactamente cada elemento oscuro y peligroso de la política americana contemporánea. Al escoger a Palin, McCain había confiado en darle una buena sacudida a la campaña; pero las fallas expuestas por el terremoto Palin no fueron precisamente las que él había pensado que iban ser. Él había querido competir contra el status quo de Washington como un reformador con una vena independiente. Él creía que escogía a una compañera política también reformista con un historial de enfrentamiento con la dirección de su propio partido, y esa Palin resultaría ser aceptable para la base republicana debido a su conservadurismo social. En vez de eso, Palin se convirtió en un imán cultural y político inmediato, atrayendo a algunos y rechazando a otros y arrastrando a un McCain desamparado a una guerra cultural para la cual tenía poco estómago. De hecho, la exagerada respuesta a la presencia de Palin en la escena nacional, tanto de amigos como de enemigos, estaba extrañamente desconectada de las verdaderas acciones, declaraciones e historia de Palin. Era un giro de los acontecimientos que nadie habría podido anticipar, y uno que tiene mucho que enseñarnos sobre la vida política americana en nuestros días.
Antes de su ascensión, Palin no había sido una combatiente reconocida en las batallas culturales de últimos años. Había estado sirviendo como la popular gobernadora de un estado geográficamente extenso, escasamente poblado y económicamente vital. Mantenía los puntos de vista convencionalmente republicanos conservadores -favorable a las armas, anti-impuestos y pro-vida. Había alcanzado la cumbre enfrentándose al establishment republicano corrupto y derrochador de Alaska. Al presentarse para el cargo de gobernadora en 2006 y ganar, había prometido (y había empezado a cumplirlo) reformas en las relaciones del estado con Washington y con las compañías petroleras que dominaban su economía.
En todos estos aspectos, Palin era una pareja extraña para John McCain. Su estilo y sus prioridades políticos se asemejaban a las de McCain de una manera que no lo hacía ningún otro cargo electo republicano importante. Su conservadurismo, como el de McCain, era más una actitud que una ideología: una especie de moral anti-corrupción, obsesionada con la gestión honrada y tremendamente alérgica al exceso y al despilfarro. Palin, por supuesto, no compartía el magisterio en política exterior de McCain o su heroica biografía, pero sí que compartía lo que él a menudo resaltaba más sobre sí mismo y sobre lo que quiso hacer campaña principalmente: ella era, como el público pronto iba a ser informado hasta la saciedad, una rebelde reformista.
El conservadurismo social de Palin nunca había sido la esencia de su identidad política en Alaska. Ella había expresado siempre un apoyo general a los puntos de vista tradicionalistas en entrevistas y debates, y era ampliamente conocido que también había elegido continuar con su quinto embarazo aún después de descubrir que el niño padecía síndrome de Down -un descubrimiento que en cerca de nueve de cada diez casos lleva a los padres a optar por el aborto. Pero Palin nunca se salió de su camino para plantear el aborto u otras cuestiones sociales o culturales y en sus primeros dos años como gobernadora no había intentado cambiar las políticas estatales en estas áreas. Era una reformadora partidaria del buen gobierno con inclinaciones conservadoras sociales, no al revés.
Pero no fue así como Palin fue recibida en la escena nacional. En vez de ello, sus opiniones sobre asuntos culturales y sociales controvertidos se convirtieron muy rápidamente en el principal foco de la atención de los medios, de las críticas liberales y del análisis de los expertos. A Palin se le asignó cada visión y posición que la izquierda consideraba anacrónica y la reacción a ella sacó a la luz todo tipo de supuestos liberales implícitos sobre los conservadores culturales. Nos dijeron que Palin se oponía a la contracepción, que abogaba por enseñar el creacionismo en la escuela y que se inclinaba a prohibir los libros que le desagradaban. La describieron como una fundamentalista religiosa, extremista antiabortista, campeona oculta de la educación sexual basada solamente en la abstinencia. Se dijo que había intentado hacer que las víctimas de violaciones pagasen sus propios exámenes médicos, hacer que Alaska se separase de la Unión y conseguir que Pat Buchanan fuese elegido presidente. Se informó que creía en que la guerra de Iraq era un mandato de Dios, que el fin de los tiempos profetizado en el libro del Apocalipsis se acercaba y que solamente Alaska sobreviviría y que el calentamiento del planeta era puramente un mito. Nada de esto era cierto.
Su vida personal fue objeto un humillante asalto también. La capacidad de Palin de ejercer como un alto cargo electo mientras criaba a cinco niños fue repetidamente cuestionada por los expertos liberales que nunca se atreverían a expresar tales puntos de vista sobre una candidata femenina cuyas opiniones les resultasen más agradables. El embarazo de su hija adolescente salpicó las primeras páginas (consiguiendo tres artículos del New York Times en un solo día, el 2 de septiembre). Algunos bloguistas sugirieron incluso que su hijo más joven no había nacido de ella, sino de su hija, y que ella había participado en un peculiar encubrimiento. Asistí a una reunión en Washington en la cual un prominente columnista se preguntaba en voz alta cómo Palin podía seguir con su carrera cuando sus creencias religiosas negaban a las mujeres el derecho a trabajar fuera del hogar.
Palin se convirtió en la encarnación de cada fantasía oscura que la izquierda hubiera concebido jamás sobre las opiniones de los cristianos evangélicos y de las mujeres que no se avienen con el feminismo contemporáneo, y toda preocupación por la claridad y la verdad se quedó en la puerta.
Sin duda, algunas críticas a Palin eran muy apropiadas. No tenía ninguna experiencia en política exterior o de defensa y muy poca habilidad o dominio de ambas. En una época de guerra, con un candidato presidencial de 72 años que había sobrevivido ya un combate contra el cáncer, esto era un motivo de preocupación muy real. Y Palin lo hizo terriblemente mal en algunas de sus primeras entrevistas. Algunos de sus críticos más juiciosos basaron sus ataques sobre estos argumentos. Pero la hostilidad visceral más común hacia ella parecía tener poco que ver con estas objeciones. Más bien, el episodio entero daba la sensación de ser una especie de arrebato maníaco; se disparó por una falsa comprensión de quién era Palin y una vez que comenzó, no había forma de detenerlo o controlarlo.
La reacción a Palin reveló una paranoia cultural profunda e intensa de la izquierda: una inclinación a ver el oscurantismo a la vuelta de cada esquina y de responder a ella coléricamente. Una mujer con confianza, feliz y políticamente eficaz que era también una conservadora social era evidentemente insoportable para ellos. La respuesta de las feministas liberales a este respecto fue particularmente reveladora y especialmente desagradable.
«Su hipocresía más grande es fingir que es una mujer,» escribió Wendy Doniger, una profesora en la University of Chicago. «Tener a alguien que se parece a una misma y se comporta como ellos,» dijo Gloria Steinem, «que parece un amigo pero se comporta como un adversario, es peor que no tener a nadie.»
Este absurdo esfuerzo para excomulgar a Palin de su sexo sugiere que la clase de feminismo de nuevo orden que ella representa -un feminismo que abraza el tradicionalismo cultural y el igualitarismo a la hora de trabajar al mismo tiempo resulta especialmente espantoso a la izquierda feminista porque reconocen su poder y su atractivo. La tentativa de destruir a Sarah Palin corriendo a pintarla como una extremista de la selva virgen no era una demostración de fuerza, sino más bien de desesperación.
Mientras tanto, para la derecha, Palin fue la causa de un episodio maníaco de una clase diferente. La conmovedora biografía de la gobernadora, su manera popular de hablar y su atractivo visceral para la cultura de la clase media baja ejercieron un enorme poder sobre muchos conservadores, que los llevó a rellenar los importantes espacios en blanco en el perfil político de Palin con sus propios deseos y a dar nerviosas excusas a sus defectos.
Había buenos argumentos en su defensa. Palin tenía tanta experiencia en política exterior como la mayoría de los gobernadores y los americanos han estado una y otra vez dispuestos a pasar por alto tal inexperiencia en su ansia por tener a alguien verdaderamente probado y perspicaz en materia ejecutiva en Washington. (Cuatro de los cinco últimos presidentes habían sido gobernadores, después de todo, y Palin se presentaba para vicepresidente con un experto en política exterior liderando la candidatura.) Y mientras que Palin pareció poco profunda en varias entrevistas televisivas, fue extraordinariamente eficaz en los discursos de campaña, era una aprendiz rápida y demostró estar incluso por lo menos al nivel de Joe Biden, senador durante seis legislaturas, en el debate vicepresidencial.
Con todo, a pesar de todas estas virtudes, no se podían negar las deficiencias reales de Palin. No obstante, Palin fue abrazada prácticamente sin reservas en muchos círculos conservadores. El mismo calor de la campaña de la izquierda contra ella la hizo tanto más querida para la derecha. Se convirtió en la imagen de cartel de 2008 para el resentimiento conservador de muchos años contra los medios predominantes. Y, por supuesto, al aceptar con gusto a su hijo nonato con síndrome de Down y al apoyar y animar la decisión de su hija adolescente de llevar a término un embarazo imprevisto y casarse con el padre del bebé, Palin se convirtió inmediatamente en un icono de la causa pro-vida.
Parecía importar un pimiento que Palin nunca hubiera tomado ninguna medida sobre el aborto durante su mandato como gobernador y que raramente tuviese algo que decir sobre el asunto. De hecho, incluso mientras hacía campaña ante audiencias cautivadas, atrayendo a decenas de millares de conservadores orgullosos a los mítines en una exhibición de popularidad de estrella del rock que ningún candidato vicepresidencial había tenido jamás, Palin apenas habló sobre el aborto o asuntos sociales. Palin no mereció su conversión instantánea en la Juana de Arco de la derecha americana, al igual que no mereció el oprobio que fue arrojado sobre ella por la izquierda.
¿Entonces por qué sucedió? ¿De qué iba el caso Palin realmente? La respuesta tiene mucho que ver con la tensión histórica entre el populismo y el elitismo en nuestra vida pública, es decir, entre la noción de que somos mejor gobernados por los puntos de vista, las necesidades y los intereses de muchos y la convicción de que el poder sólo puede ser sabiamente manejado por unos pocos elegidos.
En política americana, la distinción entre el populismo y el elitismo se subdivide además en populismo y elitismo cultural y económico. Y por lo menos durante los últimos cuarenta años, los dos partidos se han situado distintamente a lo largo de este doble eje. El Partido Republicano ha sido el partido del populismo cultural y del elitismo económico, y los demócratas han sido el partido del elitismo cultural y el populismo económico. Los republicanos tienden a identificarse con el Joe Sixpack de los valores tradicionales, el patriotismo desenfadado, anti-cosmopolita y con pocos matices, incluso mientras persiguen una política económica que tiene como objetivo el crecimiento dirigido por una élite inversora. Los demócratas se identifican con la «gente contra los poderosos», gente maltratada, mal pagada, explotada y machacada por las grandes empresas, pero tienden despreciar la religión, la educación y la forma de vida de esa misma gente. Los republicanos tienden a creer que el dinamismo del mercado es lo mejor, pero que el cambio cultural puede ser peligrosamente disruptivo; los demócratas tienden a creer que el cambio social estira los límites de las clases para mejor, pero que el dinamismo económico es a menudo ruinoso e injusto.
Ambos populismos, el económico y el cultural son políticamente potentes, pero en Estados Unidos, a diferencia de en Europa, el populismo cultural ha sido siempre mucho más poderoso. Los americanos no se ofenden por el éxito ajeno, sino que se ofenden por la arrogancia y especialmente la arrogancia intelectual. Incluso los pobres en nuestro país tienden a movilizarse más por proclamas culturales que económicas. Fue este sentido, este sentimiento, el que Sarah Palin canalizó con tanta eficacia. Su aparición en escena desató las energías populistas que McCain no había tocado y ella las alimentó y se alimentó de ellas. Pasó la mayor parte de su tiempo en los mítines republicanos asediando el radicalismo cultural de Barack Obama y de sus seguidores «bebedores de café-latte«, quienes, como sugirió ella de vez en cuando, no eran parte de la «verdadera América» que ella veía en las multitudes entusiasmadas frente a ella. Palin canalizó estas energías culturales más por lo que ella era que por lo que ella decía o hacía, lo que contribuyó poderosamente a la extraña separación entre su curriculum vitae profesional y su presencia e impacto en la campaña.
El populismo cultural de Palin la puso en contra del enemigo que le causó más daño: la élite intelectual de la nación, cuya suspicacia inicial sobre ella se volvió franca repugnancia según avanzaba la campaña. Su falta de habilidad en las entrevistas para ofrecer respuestas coherentes sobre la “doctrina Bush”, la reforma reguladora y la jurisprudencia del Tribunal Supremo, junto con su expediente académico poco excepcional y el hecho de que no había pasado apenas tiempo en el extranjero, fueron ofrecidos como evidencia de que Palin representaba una peligrosa vena del anti-intelectualismo en la derecha.
Ella era, insistía el pro-izquierdista Christopher Hitchens, «una fanática religiosa y una ignorante orgullosa y presumida.» El pro-derechista David Brooks llamó a Palin «un cáncer fatal en el Partido Republicano» porque su tendencia «es no sólo despreciar las ideas liberales sino despreciar las ideas en su totalidad».
Palin nunca se jactó realmente de ignorancia o despreció explícitamente el aprendizaje o las ideas. Más bien, la acusación implícita era que como Palin no hablaba el lenguaje ni compartía los puntos de referencia comunes del estrato educado superior de la sociedad americana, eso la convertía básicamente en inadecuada para un alto cargo.
Esta forma de elitismo intelectual es realmente bastante nueva en América, aunque ha sido una característica dominante de la sociedad europea desde la Segunda Guerra Mundial. No es tan exclusiva o tan antidemocrática como el elitismo cultural de otros países porque la entrada a la élite intelectual americana está, en principio, abierta a todos los que la persigan. Y perseguirla no es tan difícil como lo era antes, por lo menos para la clase media. De hecho, la mayor parte de los miembros prominentes de esta élite tienen sus orígenes en la clase media y no en bastiones tradicionales de privilegio y abundancia. Pueden hablar de haber crecido en Scranton, incluso mientras miran con desprecio la temporada de caza y el sucio carbón.
Tampoco la calidad de miembro de la clase alta intelectual está determinada por los diplomas que cuelgan en la pared. Palin habría podido conseguir la entrada fácilmente, a pesar de que sólo tiene una licenciatura en periodismo por la Universidad de Idaho. Aunque la élite intelectual está formada profundamente por nuestras instituciones principales de educación superior, el pertenecer a ella es más el resultado de supuestos y actitudes compartidas. Es más algo cultural que académico, más cuestión de escuchar la NPR que tener una licenciatura. En Washington, muchos políticos que no han ido a la mejor de las universidades trabajan duramente durante años para dominar el lenguaje y los supuestos de este estrato superior y para vivir cuidadosamente dentro de los límites prescritos por su opinión del mundo.
Aplicada a la política, la visión del mundo de la élite intelectual comienza con un supuesto no explícito de que el gobierno es fundamentalmente un ejercicio de la mente: la aplicación de la adecuada mezcla de teoría, magisterio y distanciamiento intelectual que exige conocimiento y fluidez verbal más bien que prudencia obtenida de las duras lecciones de la vida.
Sarah Palin representaba una noción muy diferente de la política, en la cual los buenos instintos y las experiencias valiosas de la vida se consideran fuentes de conocimiento por lo menos iguales que el aprendizaje de libros. Ella es el producto de una América en la cual las exhibiciones explícitas de orgullo intelectual se consideran impropias y de donde el valor físico y la constancia moral ocupan un lugar más alto que el logro intelectual. Ella estaba habituada a resaltar estas facultades -un hábito que fue interpretado por muchos en Washington como rudeza.
Ésta es la razón por la cual Palin fue vista como anti-intelectual cuando, correctamente hablando, era simplemente no-intelectual. Lo que le faltaba no era inteligencia -ella es, claramente, muy inteligente, sino más bien el particular sistema de asunciones, referencias, y actitudes inculcadas por las veinte mejores universidades de América y transmitidas por los órganos culturales de la élite de la nación.
Muchos de aquellos (especialmente los de la derecha) que reaccionaron negativamente a Palin con argumentos intelectuales se ven a sí mismos haciendo progresar los intereses de las familias de clase media-baja similares a la propia familia de Palin y de muchos de esos que iban a sus mítines y que saludaban su entrada en escena como algo parecido a una liberación. Pero es difícil evitar la conclusión de que mientras que estos miembros de la élite intelectual querrían que el gobierno sirviera los intereses de esa gente sobre todo, no querrían que esa gente manejase los resortes del poder. Ven a populistas de clase media-baja como Palin y a sus partidarios como profundamente mal preparados para el gobierno, porque carecen de los avíos necesarios para sus puestos -especialmente en política exterior, que, aún más que los asuntos domésticos, se piensa que es un ejercicio intelectual. Es por esta razón que Barack Obama, que tiene realmente mucha menos experiencia en gobernar efectivamente que Palin, no fue rechazado como alguien sin preparación para la presidencia. Palin puede haber sido elegida gobernadora de Alaska, pero sus pares en Cambridge habían elegido a Obama editor de la Harvard Law Review. Él habla muy bien el lenguaje universitario y a los ojos de la nueva élite americana, Washington es la universidad definitiva.
La reacción de la élite intelectual a Sarah Palin fue mucho más provinciana de lo que la propia Palin lo ha sido nunca y los que reaccionaron tan visceralmente contra ella mostraron poco o ningún aprecio por una premisa esencial de la democracia: que la sabiduría práctica importa por lo menos tanto como la enseñanza convencional y que la capacidad de liderazgo puede surgir de lugares completamente inesperados. La presunción que el único camino hacia el poder discurre a través de las universidades de la Ivy League y de sus tributarios ni es democrático ni es sensato, y es, por otra parte, una brusca y obstinada ruptura con la tradición americana del gobierno del ciudadano.
Pero uno debe reconocer que Palin era una candidata problemática. Carismática y emocionante como era a primera vista, e impresionante y tenaz como lo fue durante sus 66 días de campaña, terminó en el centro de un vacío político y cultural de propia creación. Comenzó abriendo un espacio enorme para sí misma y después no pudo llenarlo.
El sentido del potencial que acompañó la presentación de Palin y la sensación de que ella pudiese ser quien invirtiese realmente el impulso de la campaña no era ilusorio. Durante dos semanas más o menos, las encuestas se desplazaron significativamente en la dirección de McCain, pues parecía que su compañera de candidatura era algo genuinamente nuevo en la política americana: una mujer de clase media-baja que hablaba la lengua de los votantes ordinarios del país y tenía una profunda comprensión personal de las esperanzas y las preocupaciones de una vasta parte del público. Llamó realmente la atención de los votantes dubitativos, como el equipo de McCain había esperado que ella hiciese. El discurso de la convención, sus entrevistas y su actuación en el debate atrajeron audiencias sin precedentes.
Pero tras haber conseguido finalmente que los votantes les escuchasen, ni Palin ni McCain pudieron pensar en algo que decirles. El reformismo de Palin, como el de McCain, era esencialmente una actitud desprovista de sustancia. Ambos candidatos republicanos nos dijeron que odiaban la corrupción y que cortarían el exceso y el despilfarro. Pero tanto juntos como por separado, no ofrecieron ninguna visión que abarcase toda América, ninguna visión consistente del papel del gobierno, ninguna descripción clara de a qué debe parecerse una sociedad libre y ninguna idea coherente sobre políticas que pudieran tratar las preocupaciones de familias americanas y ofrecer realmente soluciones a los graves problemas del momento. El populismo de Palin no era su debilidad, sino su fuerza. Su debilidad fue que no pudo atar su populismo a algo más profundo. Un reformismo conservador acertado tiene que atraer basándose en el populismo cultural, pero tiene también atraer basándose en una visión del mundo, en ideas sobre la sociedad y el gobierno, y en una agenda política. Eso lo hará más intelectual, pero no necesariamente menos populista.
Los asesores de McCain tenían razón sobre Palin: era una imagen especular de John McCain. No era una política visionaria o una política programática, sino una política de comportamientos con una biografía atractiva. Al final, ella no pudo ofrecer más que McCain un análisis razonado coherente a favor de su presidencia.
Sin embargo, ese no era su trabajo, sino el de él. Lo más llamativo sobre los dos meses finales de la carrera presidencial de 2008 no fue la incapacidad de Palin de cambiar las cosas de forma decisiva para McCain, sino su éxito en dar a McCain una ventaja aunque fuera por un breve tiempo. Ella atrapó la imaginación del público de una forma que asustó a la izquierda y con motivo. No es culpa de Palin que McCain fuese incapaz de recoger la respuesta fenomenal a su compañera de candidatura para su propia ventaja.
Al final, Palin tuvo un impacto modesto en la campaña. Alrededor del 60% de los encuestados a la salida de los colegios dijeron que la elección de Palin por parte de McCain había sido un factor en su voto. De éstos, el 56% votó por McCain mientras que solamente el 43% votó por Obama. Es decir, parece haber ayudado a McCain más de lo que le perjudicó, pero no mucho, como debía ser; votábamos a un presidente, después de todo. Frente a un ataque sin precedentes, Palin tuvo éxito donde casi ningún candidato vicepresidencial lo había tenido antes al ganar continuamente nuevos apoyos a su candidatura.
Esto sugiere que la poderosa combinación de populismo cultural y conservadurismo social de Palin podrían proporcionar el mapa que un político republicano necesitará en el futuro para progresar contra la marea demócrata. Pero ese mapa solamente llevará a ese político republicano hasta cierto punto del recorrido. El resto del viaje requiere la articulación de una visión más amplia para las familias americanas, para la prosperidad y libertad americanas, y la seguridad americana; una visión del conservadurismo, no sólo una nube de populismo.
Hay razones para creer que Palin intentará lograr exactamente esto en unas futuras elecciones nacionales. Puede ser, sin embargo, que otros republicanos ambiciosos estén mejor adaptados a la tarea de perfeccionar la fórmula para el éxito electoral que ella introdujo el otoño pasado.
De cualquier manera, el “momento Palin” arrojó una gran luz sobre el poder, el potencial y la falta última de adecuación de un conservadurismo basado solamente en el populismo cultural. También expuso la vulnerabilidad de la izquierda ante un desafío a sus más queridas proclamas -como el único representante de los intereses de la clase obrera y como la única trayectoria legítima hacia el poder político para una mujer ambiciosa.
Y, quizás todavía más revelador, hizo pública la propensión desafortunada y poco atractiva de la élite cultural americana a tratar a los que juzga que no forman parte de los elegidos con condescendencia y desdén.