America by Heart. Un resumen (II)


 

Hace frío, ¿eh? Pues claro, estamos en Navidad. Una época del año de lo más adecuada para quedarse en casa por la noche, sentados en nuestro sillón orejero, con la chimenea encendida y los leños crepitando gozosamente, el gato en el regazo, una copa de buen brandy al alcance de la mano y… ¡America by Heart como apasionante lectura a la que dedicar toda nuestra atención! Salvo la cuestión de la chimenea (una estufa de butano no es lo mismo, se diga lo que se diga) y el gato (nunca me he llevado bien con esos bichos; prefiero los perros), eso es precisamente lo que he hecho yo recientemente antes de empezar con esta serie de resúmenes y les aseguro que ha sido una de las noches más placenteras de mi vida. No la hubiera cambiado por nada del mundo. Palabra de Palin.

Capítulo I: We the People (Nosotros, el pueblo)

De Boston (Massachusetts) a Alaska. El primer capítulo de America by Heart comienza con Sarah recordando un día de 2006, a poco de ser nombrada gobernadora de Alaska, en que uno de sus amigos, un tal Bruce, le regaló una foto ampliada de una de las escenas de la película de Jimmy Stewart Mr. Smith Goes to Washington (que aquí en España se tituló Caballero sin espada). Ésa es precisamente una de las películas favoritas de Sarah y como tal, esa foto ampliada, debidamente enmarcada, decoró su despacho de gobernadora en Juneau y ahora decora su despacho en su casa de Wasilla.

Tras recordarnos sucintamente el argumento de la película, que dudo que haya alguien entre mis lectores que no haya visto nunca, Sarah pone el dedo en la llaga al reconocer que una película así, una película tan llena de esperanza, una película sobre el Bien que derrota al Mal y sobre el idealismo que derrota al cinismo, es una película que Hollywood nunca rodaría hoy.

Y es que el mensaje de esta película de 1939 es eterno: puede que haya corrupción en la política, pero puede ser vencida por hombres y mujeres decentes que tengan claros sus principios. La podredumbre no es inevitable. Y si durante estos últimos años tantas y tantas películas sobre la guerra de Irak en las que se retrataba a la administración Bush como una caterva de incompetentes movidos únicamente por el rencor y la codicia y a quienes no les importaba utilizar como meros instrumentos de su ambición a los soldados estadounidenses han fracasado en la taquilla, eso ha sido, sencillamente, porque la mayoría del pueblo estadounidense no se identifican con ese punto de vista, al menos de la misma manera como todavía se identifican con el punto de vista de Jefferson Smith, el protagonista de Mr. Smith Goes to Washington.

La escena favorita de Sarah, y reconozco que también la mía cuando la vi hace muchos años (estoy buscándola por ahí en DVD para comprármela y volver a verla), es una en la que Jefferson Smith-Jimmy Stewart se enfrenta abiertamente con sus corruptos colegas senadores en el mismísimo Senado de los Estados Unidos y les reprocha su traición a los grandes principios plasmados en la Declaración de Independencia, los mismos gracias a los cuales ocupan sus escaños. Para Smith-Stewart (y para Palin también), esos principios son la esencia de lo que significa sentirse estadounidense, antes y ahora, y precisamente porque los grandes personajes del país, los grandes legisladores, los grandes empresarios, los grandes periodistas y los grandes productores de Hollywood, ya no los sienten, los Estados Unidos como nación se sienten perdidos a su vez. En definitiva, Mr. Smith Goes to Washington es la historia de un hombre normal y corriente que se planta frente al poder y le dice: We’re taking our country back (vamos a recuperar nuestro país).

Y de Mr. Smith Goes to Washington a los frenéticos días de la caída del Muro de Berlín. Entre 1989 y 1992, el mundo en el que habían vivido durante tanto tiempo los estadounidenses de la edad de Sarah, había cambiado dramáticamente. El comunismo se había hundido y ese arrogante régimen que se pretendía el definitivo en la historia de la Humanidad se revelaba como lo que realmente era: un tigre de papel (los chinos se equivocaron de destinatario cuando utilizaron la expresión por primera vez). Justamente en 1987, los Estados Unidos celebraron el doscientos aniversario de su Constitución y ese año, el entonces presidente Reagan dedicó parte de su discurso sobre el Estado de la Unión a ensalzar esa Constitución en una nueva cita que Sarah nos regala para que reflexionemos sobre ella. En esta ocasión, Reagan, tan agudo como siempre, descubre por qué la Constitución de los Estados Unidos es tan excepcional cuando tantos y tantos países, incluyendo la Unión Soviética, tienen una. Y su respuesta, la de Reagan, radica en tres palabras: We the People (Nosotros, el Pueblo). Ésa es la diferencia. En las restantes constituciones del mundo, es el gobierno quien le dice a la gente qué es lo que pueden hacer o no; en los Estados Unidos, fue la gente quien le dijo al gobierno lo que éste podía hacer o no.

Por tanto, ¿cómo no esperar que los estadounidenses amen su Constitución? Y si aman a su Constitución, amarán también a sus creadores, los Padres Fundadores. Y eso es algo que Sarah ha podido constatar personalmente a lo largo de sus viajes por todo el país. Ese amor existe, salvo en las elites culturales y académicas, que tan pagadas están de sí mismas y que piensan y proclaman por todas partes que la Constitución fue escrita por viejos blancos en beneficio de viejos blancos y que los Padres Fundadores son meras figuras irrelevantes hoy en día y que lo mejor que podríamos hacer es olvidarnos de ellos y de su obra si queremos tener una  sociedad justa e igual de verdad. Pero eso es lo que piensan ellos y no lo que piensan ni Sarah ni tantos y tantos estadounidenses para quienes aquellas inmortales palabras del comienzo de la Declaración de Independencia (su nueva cita) que dicen que “sostenemos estas verdades como evidentes: que todos los hombres han sido creados iguales y que están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales se hallan la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad”, siguen estando plenamente vigentes.

Y es que los derechos de los estadounidenses son derechos otorgados por Dios y si Dios desaparece de la vida de los estadounidenses, sus derechos desaparecerán también, algo que a las elites les parecerá seguramente de perlas, pero que a los ciudadanos normales y corrientes no. La Declaración de Independencia y la Constitución son dos caras de una misma moneda y no pueden ser separadas una de otra y el valor de esa moneda es incalculable: la libertad.

En consecuencia, si el gobierno está para defender los derechos inalienables de los estadounidenses, debería tener el mínimo tamaño preciso para semejante tarea, dejando a las personas bregar con sus propios problemas para que así pudieran desarrollar todo su potencial, ¿no? Pues no era ése precisamente el punto de vista del presidente Obama cuando durante su campaña electoral de 2008 clamaba por el hecho de que el Tribunal Supremo jamás hubiera forzado la mano a la Constitución para que el gobierno pudiera por fin decirle a los estadounidenses lo que deben hacer, en lugar de limitarse a decirle al gobierno lo que no puede hacer. Gracias a Dios porque si no… Aprovechando este tema, Sarah nos da una verdadera lección sobre lo que significa ser juez del Tribunal Supremo y cuáles son sus funciones, y concluye demostrando que para uno de esos jueces, transigir con lo que pretende Obama, significaría sencillamente incumplir su juramento. Ni más ni menos.

Indudablemente, el gran enemigo de los progres en los Estados Unidos es la Constitución pues. Para ellos, los Estados Unidos deben ser “corregidos” y ya lo dijo Obama cuando habló poco antes de la celebración de las elecciones presidenciales de que “estaban a cinco días de transformar fundamentalmente los Estados Unidos de América”. Como dice Sarah, no será porque no nos advirtiera. Pero es que la gran mayoría de los estadounidenses no quieren ser transformados y la respuesta a ello es lo que ha llevado a tantos y tantos a salir a la calle y a convertirse en potenciales Jefferson Smith, con la misma batalla que librar y justamente por los mismos ideales. No para transformar su país, sino para restaurar su libertad.

La nueva cita que introduce Sarah en este capítulo es de nuevo del presidente Calvin Coolidge y del mismo discurso que ya citó en la introducción, el de la celebración de los ciento cincuenta años de la Declaración de la Independencia en 1926. Lo único que cambia es el fragmento al escoger ahora Sarah uno en el que Coolidge refuta duramente a aquellos que ya en aquel entonces creían que los principios de los Padres Fundadores estaban pasados de moda.

Para Coolidge, rechazar esos principios no era ser progresista en el sentido de avanzar, sino ser un retrógrado en el sentido de retroceder en el tiempo cuando no había “ni igualdad, ni derechos de los individuos, ni gobernaba el pueblo”. Y para todos esos estadounidenses conscientes, el amor por su país no es ciego, sino que comprenden la inmensa suerte que tienen de ser libres en el país más libre del mundo y se muestran dispuestos, como lo hacen diariamente los soldados de los Estados Unidos, a defender esa libertad porque saben que la libertad no es gratis.

Un ejemplo de la vulneración de esos derechos de los estadounidenses: la reforma de la atención sanitaria. Obama pensó que los estadounidenses simplemente se dejarían comprar por un supuesto nuevo “derecho a la sanidad” en el que, a cambio, perdieran su derecho a conservar su dinero trabajosamente ganado, a escoger su propio médico y a comprar o no su propio seguro sanitario.

Un breve pero documentado repaso al modo como se logró la aprobación de la reforma, plagado de jugadas sucias, sobornos, medias verdades y mentiras completas ilustra el fracaso de Obama cuando su proyecto estrella tuvo que nacer estrellado. Y es que tal y como vio Sarah un día en una pancarta que alguien exhibía en un acto público en contra de dicha reforma (las pancartas en los Estados Unidos, como los refranes en España, están plagados de sabiduría): “Los gobiernos no dan derechos; los gobiernos quitan derechos”.

Un nuevo tema sobre el que tratar para Sarah: el valor que ha adquirido el epíteto “racista” como medio para amedrentar a los rivales. Basta con soltárselo a alguien para que éste se sienta tan avergonzado que ya no pueda defenderse. Se suele utilizar por parte de los progres para denigrar a los miembros del movimiento Tea Party. Y por extensión, para denigrar a todos los conservadores. Y para eliminarlos del discurso político porque si lo que realmente mueve a los conservadores es el odio a que haya un negro en la Casa Blanca, no se trata de sus propuestas políticas, sino simplemente de que son malas personas. Y con las malas personas no hay nada que discutir.

Esto es indigno y Sarah lo pone en su justo término cuando señala que el verdadero malestar en los Estados Unidos no tiene que ver con que Obama sea negro sino con que Obama es un liberal que detesta la Constitución. Es cierto que la Constitución transigió con la cuestión de la esclavitud, pero también es cierto que gracias a la Constitución se pudieron proclamar las Leyes de Derechos Civiles de 1964 y que amar a los Estados Unidos supone reconocer que a veces, como nación, los Estados Unidos no han dado la talla.

Acusar a alguien de racista tiene varias ventajas, la principal es que inmediatamente detienes el debate al permitir a quien insulta alegar que ya no tiene nada que discutir con semejante persona. Lo malo es que quienes utilizan ese recurso realmente creen en lo que dicen y piensan que los Estados Unidos son un país injusto, como parece pensarlo también Obama, un punto de vista que expresó públicamente su esposa y que ambos, que se pasaron casi veinte años escuchando los sermones en la misma línea del reverendo Wright, se supone que comparten.

Sorprendentemente para aquellos que pretenden que Sarah es burra, ésta continúa su alegato analizando históricamente la génesis de la Constitución de los Estados Unidos y desmontando uno de los argumentos favoritos de los progres para justificar su desdén por ella en el hecho de que la Constitución estableció en su momento que los negros se computaran como tres quintas partes de un blanco. Y el resultado es que precisamente esa previsión sirvió para allanar el camino a la abolición de la esclavitud, tal y como reconoce el estudioso Robert Goldwin, al revelar la verdadera razón de ser de tal disposición: evitar que los estados esclavistas (que querían computar a los negros igual que a los blancos) incrementaran su población artificialmente y con ello ganaran la mayoría en el Congreso de los Estados Unidos al tener derecho a más representantes, unos representantes que no representarían de ningún modo a esos electores, los negros, que carecían de todo derecho, además de que supondría un aliciente para importar cuantos más esclavos mejor. En definitiva, alguien genuinamente en contra de la esclavitud no podía querer computar a un negro igual que a un blanco. Y la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero.

De todas formas, una cosa es reconocer que los Estados Unidos fueron un país racista y otra cosa pretender que lo siguen siendo. Y eso es algo que en su momento hasta el propio Obama reconoció cuando pronunció su famoso discurso sobre el racismo durante la campaña de 2008 (sí, ésa es otra de las citas de Sarah… increíble, ¿no?) en el que él mismo reconocía que si bien la Constitución nació manchada por el pecado del esclavismo, en su interior llevaba las semillas de su redención al reconocer el ideal de la igualdad para todos bajo la ley y la promesa de libertad y justicia para todos.

Sarah expresa su esperanza de que eso sea realmente lo que desea Obama para los Estados Unidos y, para terminar con su primer capítulo, un capítulo que ya vemos que versa sobre la Constitución y los principios de los Padres Fundadores que dieron su ser a los entonces nacientes Estados Unidos (trato el tema con bastante amplitud y multitud de datos en mi próxima obra, America is Ready!), termina con una de las citas más famosas de la historia de los Estados Unidos: la del reverendo Martin Luther King, Jr. pronunciando aquél discurso que empezaba: “Tengo un sueño…” Un discurso en el que King no rechazaba los Estados Unidos ni sus principios constitutivos, antes al contrario, él quería que los Estados Unidos vivieran plenamente según esos principios y que todos los estadounidenses, blancos o negros, vivieran en un único país y se sintieran orgullosos de él.

Seguiré con el resumen. Quedan todavía muchos capítulos más y cada uno de ellos es un placer de leer. Pero el martes que viene tengo una sorpresa para ustedes. No sean malos y háganme un hueco, por favor. Las Navidades son la ocasión propicia para estar con la familia y ustedes son ya como mi propia familia (tengo suerte: carezco de cuñados progres) y me complace mucho gozar de su compañía, aunque sea virtual.

9 Responses to America by Heart. Un resumen (II)

  1. Santi dice:

    Gracias, Bob, por este primer capítulo. Y espero al martes, naturalmente.

    ¡Felices Fiestas!

  2. AuH2O 4 President dice:

    Ya queda menos para el martes…!!!que nervios¡¡¡…este año se nos adelantan los reyes unos días, ¡¡¡que ilusión!!!.

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